Hace unos días me dije a mí misma: ¡Ahora sí que aprendí a cocinar! Fue como uno de esos pequeños momentos cristalizantes, que de vez en cuando pasan en la vida.

No fue después de lograr una cena sofisticada, sino luego de haber estado ¡sólo 20 minutos! en la cocina, arreglándome con los ingredientes que tenía, y lograr cocinar algo para que los cuatro miembros de mi familia digamos: ¡Qué rico!

Amigarse con la cocina!

Eso es aprender a cocinar. Porque a seguir recetas ya aprendí hace tiempo (y yo creía que con eso ya había aprendido a cocinar). Entraba a la cocina muy confiada, sólo porque estaba preparada con todos los ingredientes solicitados. Debían estar exactos. Si la receta decía aceite de maíz y yo tenía de oliva, no valía. Y así un sinfín de autorestricciones.

Con el tiempo fui haciéndome un poco más de la rebelde y cambiaba los ingredientes cuando no los tenía. Muchas asquerosidades tuvieron que comer angá mis comensales (o al menos probar).

Animarse a improvisar con los ingredientes que haya.

El único amable mi marido, que siempre contestaba con un drástico silencio luego del primer bocado, y sólo me decía «sí, rico está» después de que yo me quedaba mirándole expectante y esperando una respuesta.

Así también tuve varios «Mmmmmmmm» (con los ojos abiertos por la sorpresa) después del primer bocado, o incluso antes, al percibir los aromas en la cocina.

Lograr el omelette perfecto puede tornarse un desafío personal.

Y aunque esto suene trilladísimo, estoy convencida de que en la cocina hay una conexión emocional muy grande. Definitivamente lo que sale de ahí es un reflejo del estado de ánimo de las personas.

Soy la tercera generación de unas señoras buenas cocineras. Mi abuela y mi mamá fueron aplaudidas por sus buenos platos en la familia y yo… bueno, puedo decir que nací con una vara muy alta en ese sentido. Tanto que ni siquiera me animé a entrar a esas ligas.

Aprendí de nena a hacer el repujado de las empanadas con mi mamá. Así que este es un menú que ahora me sale re fácil.

Pero la vida en familia te lleva a esto. No se puede vivir de delivery o de cenas congeladas que te preparó otra persona. Y si te digo que no se puede, es porque ya lo intenté, jeje.

La única que me resultó fue amigarme con la cocina. Perderle el miedo y animarme a probar. Lo hice primero apostando a lo simple y de ahí experimentar con ingredientes sofisticados ¡siempre de a uno!

Replicar en casa delicias que comés en otros lugares también es válido. A la izquierda el Pollo a las finas hierbas con arroz oriental de El Bolsi. A la derecha mi versión casera.

Comencé a detectar las preferencias de mis comensales, pero también a ponerme firme y obligarles a que prueben cosas nuevas. Las videorecetas en internet fueron y siguen siendo una parte muy importante de todo esto.

Mantener el orden en la cocina es primordial. Aprendí a detectar cuáles son mis utensilios favoritos y cuáles están demás. Me amigué también con la canilla, ahora lavo rápido luego de usar, en lugar de agarrar otra y otra cuchara y terminar ensuciando todo.

Mantener el orden durante todo el proceso.

Saber cocinar es hacer con los ojos cerrados eso que te sale tan delicioso. Que te resulta tan rápido y fácil que no dudás en ponerte a prepararlo. Y a veces incluso te sorprende cómo le gusta tanto a la gente, eso que es tan simple, y cuando te piden la receta, les decís casi avergonzada por lo simple que es.

Eso es saber cocinar, un arte que cada día espera reflejar lo mejor y lo peor de vos, porque así sos y así te quieren.

Así fue como finalmente aprendí a cocinar
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