De fuga con mamá
(relato)
Aura Zelada
El día comenzó como uno de los peores. El hecho que en ese entonces tuviese diez años no alivianaba la catastrófica percepción de lo que para mí podía ser un inicio de día pésimo.
El calor clásico de los veranos asuncenos llegaba a su pico en las horas en que yo usualmente despertaba, aproximadamente las once de la mañana.
Hasta hoy agradezco y condeno que mis padres me hayan dejado dormir hasta tarde durante mi infancia.
Para un jovencito de mi edad, un año realmente era una porción importante de toda mi existencia.
Llegar a octubre del año lectivo sólo me mostraba los meses y meses de escuela que ya tenía encima y, aunque estuviese tan cerca del final del ciclo, a estas alturas simplemente no lo soportaba.
“¡Que lleguen las vacaciones, por favor!” imploraba mentalmente.
A esta edad, donde los berrinches simplemente ya no encajan y la resignación a cumplir con las obligaciones puede ser más fácil que intentar lidiar con ellas, es cuando uno se empieza a entregar a esa vida esquematizada, programada, organizada.
Ese medio día, como tantos mediodías anteriores de ese año, me alistaba para el colegio. Mecanizado, casi inconsciente, resignado a pasar un día más, durante cuatro inmensas horas, encerrado.
Mi mamá, sin embargo, acostumbraba quejarse de lo rápido que pasaba el tiempo. Siempre que llegaba tarde a retirarme del colegio, se excusaba con que “las horas pasaron volando”. Yo simplemente no podía entender cómo en su mundo el tiempo volaba, sin embargo en el mío –dentro del colegio- cada segundo parecía interminable.
Ya en el auto, con mamá al volante y camino al colegio, me encontraba completamente resignado a vivir un día más de encierro. Confieso que a veces incluso lograba disfrutar de ese confort que usualmente brinda la seguridad de la rutina.
Ni siquiera me animé a pensar que sólo un milagro podía salvarme de tal infierno ordinario, cuando ella me preguntó: “¿Qué tal si hoy no vas al colegio y vamos juntos a tomar a un helado?”
Hasta el día de hoy, nunca volví a experimentar semejante trance divino. La sensación de pasar tan rápidamente de un estado anímico deplorable a uno de completo éxtasis, nunca se volvió a presentar en mi vida, con tal intensidad, como en aquel instante.
Sigo recordando el giro de volante que materializó la osada propuesta. Hizo que la calle Cerro Corá se aleje para continuar por el tramo que nos conducía al centro de Asunción.
Una vez allí, en la heladería Amandau, pude contemplar muchas otras almas, fugitivas temporales de la monotonía del sistema. Disfrutaban, en su alojamiento transitorio, de su helado o café, vistiendo corbatas ajustadas e incómodos -pero elegantes- zapatos de cuero.
“Así es el mundo afuera, mientras yo estoy en clases” pensé.
Ese universo era real, existía. Lo pude comprobar yo mismo. Había algo más en esas horas, además de la pizarra verde, la tiza blanca y los uniformes celestes. Elementos que mi mente tan acostumbrada estaba a contemplar cada tarde, cada día, cada año.
Esa tarde mi mamá hizo algo completamente condenable por la sociedad. No sólo me alejó de un día entero de enseñanza en la escuela, para salir a divertirnos y saborear algo que sólo me estaba permitido los sábados, sino que además se lo ocultó a mi papá, y me condicionó a hacer lo mismo, para poder disfrutar de tal infracción.
Ese dulce pecado que compartí aquella tarde con mi madre, fue quizás una de las más poderosas enseñanzas que mi infancia me ha legado.
Sin mediar palabra, ni recurrir a la imaginación, exclusivamente a través de la experimentación, pude comprobar que el universo es realmente infinito, que no es el único camino aquel que marca la agenda cada día, ni son inquebrantables las reglas que tan fuertemente siguen escritas en la sociedad.
Comprendí que no existen verdades absolutas, ni lo correcto es siempre tan evidente.
Y entendí sobre todo, que fue porque Dios quiso que mi existencia esté colmada de emociones, que me ha creado un hombre libre.