En el paquete de motivación inicial para comenzar el gym y la dieta, también viene una porción de culpa; es para que la consumas cuando las porciones de motivación inicial se acabaron.
Me pasó y no me gustó, pero un día dije basta. Menos culpa, más aceptación y equilibrio -según nuestros propios parámetros- es todo lo que necesitamos las mujeres para vernos y sentirnos bien.
Un par de años después de mi segundo parto, cuando esos kilitos demás parecían estar tan cómodos conmigo que no pretendían irse, llegó un día en que me harté. Ya no recuerdo si fue un video inspirador de la blogger-fitness-star del momento o unos jeans que ya no me quedaban, lo que me regaló una experiencia cristalizante.
La cosa es que me decidí a dar el gran paso, busqué asesoramiento profesional, lo tomé en serio y muy pronto comencé a ver resultados.
Fue sensacional. Admito que me (obse) entusiasmé bastante. Mi entrenador Pablo Rivas estaba orgulloso de mis logros y de esa disciplina, que ni yo me la creía.
Un año entero de ir al gimnasio todos los días, cuidarme en las porciones y organizar todas mis comidas dieron efecto.
La gente me decía: ¡Qué flaca! ¡Qué cuerona! ¡Qué linda! Hasta me empezaron a decir de nuevo “señorita” en lugar de “señora”. Nambré, halagos por todos lados.
Pero después, como muchas veces pasa en la vida, la motivación decae. Comencé a ir menos al gimnasio, a darme más gustos con ciertas delicias culinarias y…
¡No! Si creés que ahora llega el momento en que te diga “Subí todo otra vez y estoy hecha pelota” lamento decepcionarte, porque orgullosamente te digo que me mantengo en línea y bastante bien.
Eso sí, ya no igual que en esa época (cuando llegué a tener un cuerpo marcadito, pancita plana, todos los chiches.) Digamos que ahora tengo el cuerpo de una persona -con buena genética- que se alimenta bien, se da sus gustos culinarios y mantiene un nivel de actividad física aceptable. Hasta ahí.
Pero te confieso que cuando empecé a “degenerar” el gym me carcomía la culpa. No entendía cómo ya no estaba tan motivada como antes, añoraba las épocas en que ese entusiasmo me movilizaba. Hasta que un día dije basta. Y lo decreté:
Decidir aflojar con el gym y ese marcado control de la alimentación, debe ser una decisión consciente, no por flojera y acompañada de culpa.
Analicé el costo que tiene lograr y mantener un cuerpo así, las privaciones y la disciplina que requiere, y me pregunté si realmente quiero eso como un factor protagónico en mi vida. La respuesta ya la sabés.
Pero lo importante es que sólo decidí cambiar el nivel de dedicación, no desplazarlo por completo. Aquí es donde se ve lo fundamental de lograr el equilibrio.
Supe, por mi propia experiencia lo bien que se siente y lo mucho que influye en muchos aspectos de mi vida, no sólo en el físico, llevar un estilo de vida con buena alimentación y actividad física, y eso no quise dejarlo. Aprendí muchísimo en toda esa época, y después elegí tener un equilibrio, según lo que yo priorizo en mi vida.
Hoy veo a esa época de mi alto rendimiento en el gimnasio como un viaje a un país extranjero que me encantó en su momento, fue genial, pero no para quedarme a vivir ahí, aunque sí para visitarlo periódicamente, siempre.